El 4 de febrero el historiador y catedrático Julián Casanova escribió en El País este artículo sobre la figura "azul oscura casi negra" del ministro franquista y más tarde tímido aperturista llamado Manuel Fraga. El otro día su partido pretendió recordarlo en el parlamento, los diputados vascos y de izquierdas se ausentaron, los socialistas y los diputados de CIU apenas aplaudieron. Aunque pretendan vestirlo de blanco, somos muchos los que recordamos su faceta más brutal que el tiempo y la memoria no ha logrado borrar. Para mí siempre sera un personaje "azul oscuro casi negro". Reproduzco aquí el artículo de Casanova:
La muerte de Manuel Fraga y el juicio al magistrado Baltasar Garzón
por la investigación de los crímenes del franquismo han sacado de nuevo
de la oscuridad a los fantasmas del pasado. Por un lado, la
constatación de lo difícil que resulta en la sociedad española tener
una mirada libre hacia las experiencias traumáticas del siglo XX,
recordar para aprender. Por otro, la incomodidad que produce a muchos
el recuerdo de la violencia franquista, ejercida desde arriba, durante
40 años, por el nuevo Estado surgido de la sublevación militar y de la
Guerra Civil, que puso en marcha mecanismos extraordinarios de terror
sancionados y legitimados por leyes hasta la muerte del dictador. Más
de un año después, allí estaba todavía el Tribunal de Orden Público
(TOP), disuelto finalmente por un decreto ley de 4 de enero de 1977.
Con la muerte de Manuel Fraga la mayoría de los medios de
comunicación nos regalaron la vista y el oído con unas cuantas horas de
música celestial. El disco solo tenía cara A: hombre de Estado,
político extraordinario, uno de los más importantes del siglo XX
español, padre de todo lo bueno que puede exhibir la derecha actual en
el poder. Pocos hicieron sonar la cara B, la otra cara del mismo disco,
inseparable, compuesta con anterioridad, cuando la música tenía un solo
director. Puede verse en los libros de historia, aunque únicamente en
aquellos que no usan y abusan de ella para conformar o legitimar el
presente a su gusto.
Fraga fue ministro de Franco, desde 1962 a 1969, y ministro del
Gobierno de Arias Navarro que se formó tras la muerte de su caudillo,
desde el 12 de diciembre de 1975 hasta el 1 de julio de 1976. Nunca fue
ministro con la democracia. Su autoridad nació de la dictadura y tuvo
después en sus manos durante unos meses, como ministro de Gobernación,
todo el aparato represivo intacto, ese que cargaba en las calles contra
los manifestantes, detenía y encarcelaba de forma arbitraria y sin
garantías, torturaba en los cuarteles y comisarías y, si hacía falta,
disparaba mortalmente a los trabajadores, como en Elda, Tarragona, San
Adrián de Besós, Basauri o en el asalto policial a la iglesia vitoriana
de San Francisco de Asís, una masacre que dejó cinco muertos y decenas
de heridos. Y todo ello en apenas medio año, donde quedó al descubierto
el talante reformista de los franquistas sin Franco, cómo trataban a
opositores y huelguistas, “desórdenes callejeros” los llamaban, y la
impunidad de las fuerzas armadas.
La historia de Europa del siglo XX proporciona abundantes ejemplos
de políticos que transitaron desde las dictaduras a las democracias.
Ocurrió en los países dominados por los fascismos hasta 1945, por el
comunismo hasta 1989 y en Grecia, Portugal y España tras 1974-1975, los
únicos lugares del continente donde seguían en pie dictaduras salidas
del firmamento político de la ultraderecha.
Fraga no fue, por lo tanto, un caso excepcional ni caminó solo por
la pedregosa senda que conducía del autoritarismo a la libertad. Y como
otros muchos compañeros de viaje, tampoco tuvo que quitarse el
caparazón franquista para distanciarse de los sectores más inmovilistas
y participar en el cambio político.
En noviembre de 2005, 30 años después de la muerte del dictador, o
27 desde la aprobación de la Constitución, de la que dicen que fue uno
de los padres, en una entrevista publicada en Corriere della Sera,
hacía una desaforada defensa de Francisco Franco y de su régimen
político, recordando a los italianos las excelencias del que fue
durante tanto tiempo su jefe y los enormes beneficios que su sistema de
gobierno (“ni fascista, ni totalitario”) dejó a todos los españoles.
Una explicación de ese tipo puede causar sonrojo, cosas de don
Manuel, del hombre de Estado. Ocurre, sin embargo, que se refiere a una
historia real de asesinatos, tortura y violación sistemática de los
derechos humanos, que destruyó a familias enteras e inundó la vida
cotidiana de miedo, humillación y castigo. Y todo eso, además de las
circunstancias de la muerte y paradero de decenas de miles de víctimas,
es lo que intentó investigar Baltasar Garzón, juzgado ahora por la Sala
Penal del Tribunal Supremo, ante la indiferencia y el desprecio de
muchos, hacia él, hacia las víctimas y hacia todos aquellos que quieren
honrarlas.
Fraga tenía poderosas razones para pensar eso de la dictadura de
Franco, antecedente necesario de la democracia, a la que él tanto dio,
como nos ha recordado la música orquestada por sus seguidores
ideológicos y de partido. Y así, a través de imágenes
autocomplacientes, libres de zonas oscuras, jaleadas por los medios de
comunicación más afines, dicen que esa historia, no otras, ya es pasado
y hay que mirar al futuro. Mientras tanto, el Diccionario Biográfico
Español de la Real Academia de la Historia insiste en que el régimen
franquista, tenía razón don Manuel, no fue “fascista ni totalitario”. Y
las políticas de gestión de la historia y memoria de ese pasado
violento desaparecen con la excusa de la crisis, arrinconadas por los
nuevos gobernantes. Y Garzón en el banquillo.
JULIAN CASANOVA. EL PAIS, 4 DE FEBRERO DE 2012
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