Yo tengo un darbuka. Por
si alguien no lo sabe, es un instrumento de percusión árabe. Ni yo
mismo tenía claro cual era el nombre del tambor que quería, de
hecho hice el ridículo buscando lo que pensaba que se llamaba Jembé
y resulta que se llamaba darbuka, fue en una tienda donde me
explicaron la diferencia. El mio es de los baratos, me costó muy
poco dinero, no necesitaba un superdarbuka, para tocarlo por mi
cuenta y a mi forma me bastaba con uno humilde y vulgar.
El problema es que yo no
soy un “womanero”, no soporto vestirme de hippy e irme a una
plaza pública a aporrear vilmente un instrumento, aunque sea un
trasto de mala calidad. Yo soy muy pudoroso y solo toco mi darbuka en
la intimidad, si puede ser solo mejor. Como no quiero molestar a mi
vecindario, el darbuka está en mi refugio de la Sierra de Gata, de
donde lo saco para llevármelo al monte. Allí toco en soledad. No es
un secreto donde aporreo mi instrumento: se me puede ver en el
mirador de los muros, junto a Hoyos, también en el mirador de Torre
de D. Miguel, o en la desolada carretera de Acebo al Puerto de
Perales, en un pequeño apartado desde el que la vista es soberbia;
también cuando acaba el verano y los domingueros escasean, busco
tocar en la piscina de Perales.
Para ser autodidacta, no
lo hago mal. Sin ortodoxia, toco en el darbuka ritmos ajenos al
instrumento. Toco lo que sale, y a veces suena bien. Unas veces son
ritmos africanos, otros árabes, otros irlandeses, otros balcánicos,
yo que sé.
Siempre quise tener un
darbuka. No sabía su verdadero nombre pero cuando lo veía pensaba
que un día debería comprármelo. Tardé en decidirme pero al final
se hizo realidad. En estos meses con mi instrumento ya ha habido
cabida para anécdotas. Este verano, en pleno julio, después de
haber pasado el día entero en la piscina de Hoyos decidí irme a
tocar el darbuka al mirador de los Muros, junto a Hoyos. Desde allí
disfrutaba de una bella vista mientras anochecía. Pasada una hora y
ya completamente de noche, un coche de la Guardia Civil me cegó con
sus faros y un picoleto me preguntó que hacía allí, a oscuras. No
pareció contentarse con mi respuesta (estoy tocando un tambor a la
luz de la luna, le dije) y me registró concienzudamente el vehículo
husmeando después por los alrededores buscando posibles compinches.
Hoy no puedo evitar una sonrisa al recordar al guardia con la linterna
buscando delicuentes colaboradores y enormes fardos de droga, el
pobre se tuvo que conformar con un par de gatos que habían estado
escuchando mis atronadores ritmos tamboriles. Al final, mientras su
compañero confirmaba mi identidad dentro del coche-patrulla,
mantuvimos una curiosa conversación, estuvimos hablando de lo bonito
que es el cielo lejos de las ciudades y de la pasión de los gatos
por mi música (no es la primera vez que me rodea público gatuno
cuando toco).
1 comentario:
¡Hola! Me gustó mucho leer esta entrada, yo también tengo un darbuka pero casi no toco... también me gustó la parte final pues me imaginé los gatitos. Saludos :)
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