a mi padre, que murió soñando con un mundo más justo

martes, 1 de noviembre de 2011

museos del olvido


Cuando muera, yo me incineraré. Dos son las razones: la primera, porque la inmensa mayoría de los cementerios de este país son tierra sagrada, son lugares católicos y no son de todos, no están secularizados (como pretendió la II República) y yo soy ateo y quiero morir como tal; la segunda, porque no me seduce la idea de que mi cuerpo se corrompa lentamente entre cuatro burdas paredes de ladrillo y cemento rodeado de otros miles de cuerpos que sufren o sufrieron el mismo penoso proceso. Tampoco permitiré que mis cenizas queden encerradas en esos pequeños nichos que ahora se construyen para urnas. 
Los cementerios son verdaderos laboratorios de sociología y antropología. Todos los años ayudo a mi madre en sus quehaceres mortuorios y visito, y no solo en estas fechas, los camposantos. Aunque por ningún concepto me gustaría terminar en uno ellos, son lugares interesantes, especialmente en estos días. Son universos en miniatura: en ellos estudias las diferencias sociales, los caprichos y horteradas de muertos y familiares, los apellidos más frecuentes (en el pueblo de mis padres son fajardo, lancho, mogollón, manzano o doncel), las reacciones de los vivos, su comportamiento. A veces me quedo embobado observando o paseo por sus calles para constatar el verdadero sentido de estas ciudades de muertos: son auténticos museos del olvido. Ese olvido es la auténtica muerte; uno no fallece del todo mientras alguien le recuerda y le quiere. Por eso los cementerios son tan lúgubres, no porque se sienta la muerte, sino porque en ellos se siente el olvido. Y ese olvido es especialmente evidente en estos días: miles de tumbas se llenan de flores, pero otras muchas han sido abandonadas, hace años nadie ha dejado allí nada, a unos los olvidaron los suyos, a otros simplemente no queda nadie vivo que los recuerde. Te acercas a una de ellas y intentas distinguir las letras ya desdibujadas: Pepita Pérez, falleció a los tantos años, sus hijos y nietas no la olvidan; probablemente sus hijos ya no viven y sus nietas ni se acuerdan de una abuela que falleció cuando eran pequeñas.
Intentaré, como prometí a mi madre, que los míos no queden en el olvido, al menos mientras yo viva. Limpiaré y arreglaré sus tumbas, como ahora hago ayudando a mi madre, pero ahí acabará todo.  A mí nadie me tendrá que limpiar ni arreglar nada, ningún curioso intentará leer con dificultad las letras de mi nombre casi borradas por el tiempo. Mis cenizas se repartirán, si se cumple mi voluntad, en dos lugares maravillosos; una parte descansará entre encinas junto a las de mi padre, que yacen en un bonito paraje de dehesa, otra parte se irá para las montañas del norte de Extremadura, a la sombra de un castaño, mi árbol mágico. Allí, al contrario que las que languidecen en la oscuridad de cuatro paredes, se mezclarán con la tierra, las olisqueará un pequeño ratón de campo, las pisará un viejo zorro o las sobrevolará un milano. El olvido será tarde o temprano una realidad, pero sin duda menos lacerante en vida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pienso que los cementerios son simplemente lagunas de tristeza en las que se sumergen los seres a los que han querido muchos humanos.Yo como tu bien dices, prefiero incinerarme y quedar en el recuerdo en forma de pequeñas motitas de polvo a las que nadie pueda destruir,a las que solo el viento se las pueda llevar...