a mi padre, que murió soñando con un mundo más justo

miércoles, 3 de noviembre de 2010

no necesito ningún dios

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Las religiones son construcciones humanas. Las creencias religiosas aparecieron muchos miles de años antes de las grandes confesiones monoteístas como una forma de hacer frente a la inmensa carga que para el ser humano supuso tomar conciencia de sí mismo y de su entorno. Su incapacidad para encontrar explicaciones razonables le obligó a buscar en la magia y en los mitos una respuesta a sus muchas preguntas, entre ellas quizás las más importantes: ¿porqué estamos aquí? y ¿porqué dejamos de estar?. La necesidad de entendernos en nuestro contexto y la incapacidad de asumir nuestra muerte nos incitó a construir un montón de historias e inventar un nutrido número de ritos que determinaron nuestra vida de principio a fin y nos ofrecieron seguridad y certidumbre.
Hoy la opción de explicar el mundo a partir de una interpretación mítica es respetable pero es absolutamente innecesaria. Podemos entender el origen del mundo y nuestra existencia sin acudir a mitos y leyendas. Esa idea es la que defiende el científico Hawking en unas declaraciones sobre su próximo libro, que inexplicablemente han generado mucha polémica. La ciencia, con todas sus lagunas, ofrece hoy una explicación mucho más sólida que ninguna religión. Esa explicación puede no ser incompatible con la fe, pero lo cierto es que no la necesita y puede prescindir de ella sin debilitarse. Para lo que la ciencia nunca servirá es para calmar nuestro temor ancestral a la muerte y nuestra resistencia a asumir el final. En ese sentido, el asidero de lo mágico seguirá siendo útil para muchos seres humanos que se empeñan en engañarse a sí mismos.
Es probable que, como hasta ahora, las sociedades humanas sigan necesitando religiones, pero eso no significa necesariamente que todos sus individuos no puedan prescindir de una interpretación mítica del mundo y su existencia. Siempre hubo personas incrédulas y escépticas y ahora, más que nunca. Con respeto hacia los que tienen fe, yo nunca la tuve y he vivido desde que tengo conciencia al margen de ella. Y siempre me ha sorprendido con que ligereza los creyentes ven la fe de otros y como sobrevaloran la propia. Mis alumnos se ríen cuando pongo imágenes del rezo islámico o de la peregrinación a la Kaaba pero les parece normal que un montón de individuos emocionados paseen una estatua por las calles acompañados de tenebrosos encapuchados con velas mientras otros arrastran cadenas siguiendo el cortejo. Ya sé que es una cuestión cultural, pero desde mi perspectiva de ateo me resulta grotesca la idea de superioridad de la mayoría de las confesiones, que consideran la suya la única verdadera y ven como superchería y exotismo otras creencias y ritos.
Otra cuestión que me vacunó desde muy pronto de cualquier posible "contaminación" mágica fue el papel que en la Historia han tenido las "maquinarias de fe". La religión ha constituido la base durante siglos de la superestructura ideológica de las sociedades y civilizaciones históricas. Aunque promovían la práctica de la caridad, neutralizaban cualquier búsqueda de la justicia social y cualquier intento de subvertir el orden establecido, en el que casi siempre han tenido un papel relevante, desarrollando sólidos lazos con los poderes políticos y económicos. Es esta reflexión la que alejó a mi padre muy pronto, cuando todavía era un niño, de la fe católica, la única posible en la España de los años cuarenta. Siempre me ha maravillado que un niño pobre y semianalfabeto crecido en un pueblo extremeño durante la brutal posguerra española pudiera llegar a ciertas conclusiones de peso.
Siendo un chaval de nueve o diez años era monaguillo en su pueblo, y lo era por interés: tenía acceso fácil al campanario a donde accedían buscando huevos de cigüeña, podía beber a discreción el vino de la eucaristía y tenía la posibilidad de disfrutar con su grupo de amigos, también monaguillos, del enorme espacio de la iglesia como un territorio ideal para juegos. En esa época, le impactaron especialmente dos fenómenos: la desigualdad social ante la muerte y la manipulación y el control que la Iglesia ejercía sobre los pobres, en connivencia estrecha con el nuevo poder franquista.
Cuando alguién moría, los monaguillos tocaban la campana y acompañaban al cura. Si el fallecido era pobre, entonces muy frecuente, llevaban el ataúd rudimentario que había en la Iglesia para estos casos y acompañaban al harapiento cortejo al cementerio, donde el fenecido, vestido con ropas miserables, era empujado a una fosa como si de un animal se tratara. Cuando llovía, el hoyo estaba encharcado y él recordaba los cuerpos cayendo y salpicando antes de quedar ocultos bajo el agua sucia. El cortejo volvía con el ataúd vacío al pueblo y a esperar otra ocasión para su uso. En cambio, cuando el fallecido era un vecino pudiente e influyente el sacerdote se desvivía con la familia y con el muerto, que era enterrado "como se merecía".
En esos mismo años (1940-45) fueron varias las misiones evangelizadoras que visitaron su pueblo. Eran tiempos en los que la Iglesia, consciente del peso que la izquierda laica tuvo entre las masas jornaleras durante la República, trataba de reconducir a las ovejas descarriadas por el "ateísmo rojo". Monjes venidos de fuera organizaban largas sesiones en la Iglesia en las que con sermones moralizantes enderezaban las conciencias. Las sesiones infantiles eran especialmente eficaces, verdaderamente apasionantes para los niños. Les lanzaban arengas sobre la igualdad y las bondades de una fe que estaba con los pobres. Se hacían por la noche, en un ambiente tétrico de velas e incienso y todo culminaba con los monjes guiando a una parva de retoños por las calles del pueblo hacia el cementerio, con los niños portando velas. Aquella estampa, una versión del flautista de Hamelin a la española, debió ser alucinante. A mi padre aquellas sesiones lo deslumbraban pero despertaba del sueño cuando terminado ya todo, observaba como esos monjes se dirigían a las casas de los "señoritos" y caciques a disfrutar de la mesa y las comodidades de los pudientes. A muchos les engañaron con sus falsas palabras, a mi padre no.
Y se hizo ateo. Y ateo no es, como creen muchos, alguien sin valores, vacío, sin pilares de sustentación. Quizás los que vivimos sin dios contamos con pilares más sólidos, asentados firmemente en la tierra y no construídos de humo.Por razones que no vienen al caso, he conocido a personas muy religiosas que, según me reconocieron, nunca habían conocido de cerca a un ateo hasta que aparecí yo. Tiempo después me confesaron que yo supuse una verdadera revolución y favorecí un cambio en su mentalidad hacia posiciones más tolerantes. Hasta que entré en sus vidas, pensaban que las gentes como yo eran seres disolutos, sin valores, egoístas, obsesionados con quemar iglesias y perseguir cristianos. Como no teníamos moral (católica) eran inmorales. Y a mí me pueden achacar muchos defectos y errores, pero dudo que entre ellos esté tener una vida disoluta o carecer de principios y valores (aunque discutibles, como todos).
Al respecto de estas últimas reflexiones, quisiera acabar con unas palabras del escritor Christopher Hitchens en su ensayo dios no es bueno (Debate. Barcelona, 2008), ensayo polémico y provocador pero muy enriquecedor: "nuestra creencia (la de los ateos) no es una creencia, nuestros principios no son una fe. No sostenemos nuestras convicciones dogmáticamente. Creemos firmemente que se puede vivir una vida ética sin religión. Y de hecho sabemos que el reverso es cierto: que la religión ha hecho que muchas personas no se comporten mejor que otras, sino que consideren aceptable comportamientos en modos que harían que el gerente de un burdel o un genocida torcieran el gesto".

4 comentarios:

Anónimo dijo...

He leído tu entrada. ¡Y me gustaría comentar tantas cosas!.¡ Has metido el dedo en tantas llagas!. Yo también soy ateo, y además después de ser fervoroso creyente hasta los trece o catorce años (dicen que la virtud que ha conocido el mal es doblemente virtuosa). Quizá mi ateísmo es menos militante que el tuyo desde el punto de vista científico (yo me limito a una simple y tibia suspensión del juicio); sin embargo, cuando la religión viene a inmiscuirse en lo social y público, soy el más radical de los ateos. Y bueno, me gustaría dejar aquí constancias de tantas cosas… pero ars longa vita brevis. Así que, te lo resumo todo con el comienzo de una obra de acaso mi poeta alemán preferido: Heinrich Heine. Conoció a Marx. Escribió para la revista de este último Vorwärts. Andaban –creo- los dos en París cuando la Revolución de 1848.


Heine vuelve a Alemania después de su exilio en Francia y justo tras pasar la frontera, ya en tierra alemana…

Una muchachita tocaba el arpa y cantaba,
Cantaba con verdadero sentimiento
Y desentonando, pero su canción
Me emocionó profundamente.

Cantaba una canción de amor y penas de amor,
De abnegación y reencuentro
Allí arriba, en aquel mundo mejor
Donde desaparecen todos los pesares.

Cantaba una canción del valle de lágrimas terrenal,
De alegrías que pronto se desvanecen,
Del más allá, donde el alma se regala
Transfigurada en eterna gloria.

Cantaba la vieja canción de la resignación,
La canción de cuna del cielo,
Con la que se arrulla, cuando lloriquea,
Al pueblo ¡ese granuja!

Conozco la melodía, conozco el texto,
Conozco también a los señores autores;
Sé que a escondidas bebían vino
Y en público predicaban el agua.

¡Una nueva canción, una canción mejor,
Amigos, os quiero componer!
Vamos a erigir ya aquí en la tierra
El reino de los cielos.

Vamos a ser felices en la tierra,
Vamos a salir de la miseria;
El holgazán ya no gastará en orgías
Lo que manos trabajadoras se han ganado.

Hay pan suficiente en esta tierra
Para todos los hombres,
También rosas y mirtos, belleza y placer…


Un saludo, Romano.

Anónimo dijo...

He leído tu entrada. ¡Y me gustaría comentar tantas cosas!.¡ Has metido el dedo en tantas llagas!. Yo también soy ateo, y además después de ser fervoroso creyente hasta los trece o catorce años (dicen que la virtud que ha conocido el mal es doblemente virtuosa). Quizá mi ateísmo es menos militante que el tuyo desde el punto de vista científico (yo me limito a una simple y tibia suspensión del juicio); sin embargo, cuando la religión viene a inmiscuirse en lo social y público, soy el más radical de los ateos. Y bueno, me gustaría dejar aquí constancias de tantas cosas… pero ars longa vita brevis. Así que, te lo resumo todo con el comienzo de una obra de acaso mi poeta alemán preferido: Heinrich Heine. Conoció a Marx. Escribió para la revista de este último Vorwärts. Andaban –creo- los dos en París cuando la Revolución de 1848.


Heine vuelve a Alemania después de su exilio en Francia y justo tras pasar la frontera, ya en tierra alemana…

Una muchachita tocaba el arpa y cantaba,
Cantaba con verdadero sentimiento
Y desentonando, pero su canción
Me emocionó profundamente.

Cantaba una canción de amor y penas de amor,
De abnegación y reencuentro
Allí arriba, en aquel mundo mejor
Donde desaparecen todos los pesares.

Cantaba una canción del valle de lágrimas terrenal,
De alegrías que pronto se desvanecen,
Del más allá, donde el alma se regala
Transfigurada en eterna gloria.

Cantaba la vieja canción de la resignación,
La canción de cuna del cielo,
Con la que se arrulla, cuando lloriquea,
Al pueblo ¡ese granuja!

Conozco la melodía, conozco el texto,
Conozco también a los señores autores;
Sé que a escondidas bebían vino
Y en público predicaban el agua.

¡Una nueva canción, una canción mejor,
Amigos, os quiero componer!
Vamos a erigir ya aquí en la tierra
El reino de los cielos.

Vamos a ser felices en la tierra,
Vamos a salir de la miseria;
El holgazán ya no gastará en orgías
Lo que manos trabajadoras se han ganado.

Hay pan suficiente en esta tierra
Para todos los hombres,
También rosas y mirtos, belleza y placer…


Un saludo, Romano.

Juan Carlos Doncel Domínguez dijo...

precioso y certero el poema de Heine, me alegro que desde los comentarios complete lo dicho en la entrada, es un magnífico colofón. Con respecto a tu rebelión ante la penetración sistemática de la religión en el campo de lo social y lo público, la comparto; es realmente el verdadero campo de batalla entre laicos y creyentes. Las religiones jamás aceptarán que el ágora pública sea terreno neutral, de todos. En lo más interno, estructural, esencial, de sí mismas está la lucha por conquistar el espacio de todos e imponer desde él a TODOS sus creencias en la certeza absoluta de que son las verdaderas. Por supuesto que hay creyentes respetuosos y tolerantes, pero las religiones como maquinarias de fe aspiran a la evangelización y a impregnar todos los rincones de la vida social. Quizás por ello laicos y ateos constituimos una seria amenaza. Saludos.

Joaquín dijo...

Afortunadamente, todavía quedamos algunos que estamos dispuestos a mantener viva la llama de la fe. Si no hay llama, ¿cómo vamos a prender el fuego de la confrontación? Sin confrontación no hay espectáculo y entonces... nos aburriríamos tanto!!!

No voy a apostillar nada sobre Heine porque no quiero vuestro precioso tiempo se consuma en verificaciones wikipédicas...