Lo de Bárcenas es la gota que colma el vaso. Nuestra joven democracia vive atenazada por la especulación, el fraude y la corrupción.
Una reflexión simplista podría argumentar que somos un pueblo honrado gobernado por una clase política corrupta pero eso no es cierto: ni todos los políticos son corruptos ni el "pobre" pueblo español es un dechado de virtudes. En este país el fraude y la corrupción son comportamientos asumidos con normalidad y forman parte de la vida cotidiana de la mayoría. De hecho, el fraude y la corrupción de baja intensidad se consideran opciones legítimas y son totalmente habituales. En España cada uno roba lo que puede: dirigentes y alta burguesía roban millones, las clases medias profesionales y los pequeños negocios defraudan de acuerdo con sus posibilidades y los de abajo rebañan y escarban en las migajas. El fraude y la corrupción son una cultura y la mayoría de los que los practican ni siquiera son conscientes de lo que su comportamiento supone.
Frente a las sociedades maduras del norte de Europa, España y otros países del sur no han logrado que una parte importante de sus ciudadanos asuma el valor de lo público como un patrimonio común de incalculable valor que merece respeto y consideración, tampoco han logrado que la población (desde los de arriba a los de abajo) asuman la importancia de los impuestos y la redistribución fiscal como el principal arma en defensa de la igualdad y la justicia social. Es mentira que en este país se paguen muchos impuestos pero es cierto que muchos tratan de hacer lo imposible por no pagarlos.
El comportamiento incívico que defrauda y roba es algo cotidiano y habitual: entre los grandes financieros y alta burguesía los hay que exilian millones a paraísos fiscales, sobornan a políticos y engañan al fisco; entre los autónomos y pequeños empresarios no es raro encontrar algunos que oficialmente cobran menos que sus propios empleados y es fácil que muchos de sus hijos tengan becas propias del hijo de un indigente; tampoco es extraño encontrar casos, demasiado frecuentes, en los que se engaña y se falsea para lograr todo tipo de subvenciones y subsidios, desde el que logra el doble de ayudas agrarias comunitarias de las que merece al que consigue un piso de protección oficial sin responder en realidad a los requisitos exigidos. Si somos capaces de falsear datos fiscales o de empadronamiento para poder meter a nuestro niño en el colegio de nuestros sueños, imaginen que somos capaces de hacer por dinero. Hasta muchos funcionarios, totalmente controlados a través de sus nóminas, se las apañan para arramblar con lo que pueden; las posibilidades que se abren no son escasas, desde fotocopiar gratis en el trabajo las obras completas de Dickens a ahorrarte una asistente que lleve y traiga a los crios al cole saltándote por muy diversos procedimientos el horario de trabajo.
En este contexto, cada caso destapado de corrupción política de un gobernante tiene especial gravedad, ya que se convierte en un acto que justifica la corrupción de sus gobernados; en otras palabras, los ciudadanos se sienten legitimados para defraudar o corromper porque quienes debían ser ejemplo de virtud son los primeros en hacerlo.
De todos modos, lo que hasta aquí hemos reflexionado tiene una raíz histórica. Que en este país seamos así no es consecuencia de nuestra propensión genética al fraude y la mentira, es consecuencia de una larga experiencia histórica. En los últimos doscientos años en este país el Estado ha estado bajo control de una oligarquía financiera y terrateniente que creó una compleja estructura caciquil que permitió a las clases altas utilizar el gobierno para robar sin ocultarse, sin pudor alguno; el Estado era su cortijo. Por su parte, los sectores humildes, privados de derechos sociales y políticos, nunca vieron a ese Estado como algo suyo, sino como un opresor que los ahogaba fiscalmente y no les ofrecía servicios ni contrapartidas dignas. La mayoría social, privada de capacidad de decisión, permaneció al margen del juego político y nunca se identificó con estados no democráticos o dictatoriales.
Aunque hoy estamos en una democracia, las antiguas costumbres arraigadas permanecen: los ricos siguen haciendo lo que siempre hicieron y los pobres no son capaces de asumir que ese Estado que siempre fue su enemigo, hoy también es suyo y deben defenderlo. HOY SÍ MERECE LA PENA LUCHAR POR UN ESTADO QUE ES PROTECTOR, POR UN ESTADO DEL BIENESTAR ACEPTABLEMENTE JUSTO QUE TANTO NOS COSTÓ CONSEGUIR Y QUE DEBEMOS DEFENDER CON AHÍNCO; PARA ELLO TENDRÍAMOS QUE EMPEZAR POR SER LO MÁS HONRADOS POSIBLE CON ÉL. Solo así, defendiéndolo pero también respetándolo, lograremos su supervivencia.
3 comentarios:
Cuesta ser honrado con un Estado vinculado a las clases políticas podridas que nos representan y que nosotros mismos elegimos. Un reseteo del mismo y la creación de herramientas democráticas y fiscales difíciles de sabotear ayudarían a sentirlo más nuestro.
Excelente artículo, somos un país en el que la corrupción y el fraude están socialmente aceptados. Pero también es verdad que se pagan demasiados impuestos. En las naciones del Norte de Europa se pagan muchos impuestos a cambio de beneficios sociales que en España estamos muy lejos de conseguir.
Allí saben gestionarlo mejor y no se roba tanto. De todos modos, yo pienso que para salir de esta crisis es necesario bajar los impuestos y controlar el fraude. Así se reactivará la economía por un lado y disminuirá la deuda pública por otro
El primer paso para lograr un reseteo del sistema podrido debemos darlo los ciudadanos. Si nosotros lo damos es probable que la actitud de los políticos se haga insostenible. No debemos obviar nuestras responsabilidades escondiéndonos detrás de la corrupción de nuestros gobernantes.
Por otro lado, con respecto a el anónimo, creo que en este país el problema no es la cantidad de impuestos sino el tipo de impuestos: tienen demasiado peso los impuestos indirectos y no se grava adecuadamente la propiedad y la riqueza. Salud.
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