Somos muchos los que hoy lloramos la muerte del legendario sindicalista y líder comunista. Ayer mismo, hablaba de él con mi pareja sin saber que su fallecimiento estaba próximo. Estábamos cenando mientras veíamos el telediario y le comenté que una de las pocas personas del mundo de la política que merecía mi aprecio y admiración era Marcelino. Perdió su juventud en las cárceles franquistas y fue una persona intachable. Mientras otros (Carrillo o La Pasionaria) cortejaban al estalinismo y dirigían el movimiento comunista desde un exilio dorado, manejando las piezas de la ajedrez desde la distancia, Marcelino no hizo purgas ni cazó osos con Ceaucescu. Él estaba dentro, en las trincheras, fundando Comisiones Obreras y tragando humillaciones y cárcel. ¡Y que decir de su vida!, nunca se doblegó, ni siquiera cuando le intentaron someter a la nueva vía descafeinada que adoptaba su sindicato, tuvieron que expulsarlo de la presidencia; siguió viviendo en su pequeño piso de Carabanchel y recibiendo a los periodistas sentado en una vieja mesa camilla, vestido con un jersey de lana tejido por su mujer Josefina (con él en la foto). Marcelino está ya en el cielo de los ateos, que es el cielo del recuerdo y la memoria.
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