En estos días los saharauis han vuelto a primera plana. Los medios han necesitado varios muertos para, de mala gana, volver su mirada a un lugar olvidado que ya a nadie parece interesar. A todo el mundo aburre ese tema, el problema palestino nos incendia, pero el problema saharaui, un problema entre musulmanes, no interesa. Allí también hay un muro de la vergüenza que casi nadie conoce.
La huelga de hambre de Aminatou Haidar nos recordó la incómoda existencia de un pueblo pequeño, de apenas unos cientos de miles de personas, que constituye un estorbo para todos. El conflicto del Sahara representa el último fleco de los procesos de descolonización de los años 50-70 y desde la teoría está muy claro lo que hay que hacer: aplicar la legislación internacional y las directrices de la ONU en este tema. Tomando como referencia el censo español de 1974 es necesario realizar un referéndum y que Marruecos asuma su resultado. Algo parecido ocurrió con Timor Oriental recientemente.
Pero Marruecos jamás aceptará la independencia saharaui y nadie quiere inportunarlo. La ONU parece haberse desentendido del conflicto y sus enviados han fracasado continuamente en su labor mediadora; Francia como gran potencia en la zona mantiene un claro apoyo a las posiciones marroquíes; España no quiere problemas con su vecino del sur y se desentiende de sus responsabilidades como antigua metrópoli, mientras que la Unión Europea prioriza sus relaciones con Marruecos buscando frenar el avance del integrismo islámico en el Magreb y pretendiendo una colaboración decidida del reino alauí en el control de los movimientos migratorios; y, finalmente, Estados Unidos protege su relación privilegiada con uno de sus más fieles aliados en el mundo árabe.
Creo que los chavales que hoy tiran piedras en las calles de El Aaiún y los que siguen viviendo en los campos de Tinduf no verán nunca un Sáhara independiente.
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